ASÍ  ES  CORRIENTES:

SU  HISTORIA,  SU  PAISAJE,  SU  GENTE,  SU  FE.

 

La cuidad de Corrientes fue fundada el 3 de abril de 1.588, por el último de los adelantados del Río de la  Plata, don Juan Torres  de Vera y Aragón.

Está ubicada a 27º, 30’ de latitud  sur  y 58º, 49’ de  longitud  oeste, sobre la margen izquierda del caudaloso Paraná (que significa “pariente del mar”, en la lengua guaraní hablada por los primitivos habitantes de la región).

En ese sitio, el río da lugar a la formación de siete puntas que se internan en él y producen otras tantas impetuosas corrientes. Después del Amazonas, el Paraná constituye el curso de agua más importante de América del Sur.

El poderoso Paraná, henchido de agua, es escoltado a lo largo de todo su recorrido por una frondosa vegetación, con la que coincide el mundo magnífico de la fauna silvestre, cuyas manifestaciones sólo ceden ante el rumor majestuoso de las aguas en su inexorable marcha hacia el mar.

El pintoresco lugar donde el Adelantado asentó la ciudad, ya había sido visitado, algunos años antes de 1.588, por el audaz y andariego religioso, fray Juan de Rivadeneira, que ocupaba el cargo de custodio del Tucumán.

Este abnegado fraile, discípulo de San Francisco de Asís, insinuó a los gobernantes de la época el proyecto de establecer una ciudad en el sitio conocido con la denominación de “Las Siete Corrientes”. Este agudo observador vio que “las ventajas del lugar eran notorias”, porque las pequeñas lenguas de tierra que se adentraban en el río formando abrigadas y cómodas ensenadas, servirían de resguardo al poblado y de excelente puerto natural; las bondades del clima: las selvas tupidas de árboles corpulentos y coloridos; la variedad de palmeras y arbustos que en vigoroso desarrollo mostraban la fertilidad del suelo, hacían predecir un futuro prominente para la empresa colonizadora que se había iniciado en el corazón de América del Sur.

Habitaban este hermoso terruño algunas tribus de la etnia guaraní, inofensivas y amistosas que vivían de la agricultura, de la caza y de la pesca.

Tal fue el escenario en el que el adelantado Juan Torres de Vera y Aragón, siete años después de haber sido sugerido el proyecto por el audaz  franciscano, plantó la Cruz de la Fe y la insignia de Castilla: “En nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero, y de la Sacratísima Virgen María su madre y del rey don Felipe….”

 Al poco tiempo de la fundación de la Ciudad de Vera de las Siete Corrientes, la vida de los nuevos pobladores comenzó a tornarse difícil, porque los naturales, mansos y amistosos al principio, pasaron a tener una actitud de rechazo y de abierta rebelión contra el conquistador, que había dejado de ser su amigo para convertirse en el “amo”. Los ataques de  los guaraníes comenzaron a sucederse sobre la ciudad. Durante uno de esos embates tuvo lugar el “Milagro de la Cruz”.

Según la leyenda, los indios sitiaron varias veces el fortín y ante la imposibilidad de destruirlo, decidieron quemar una gran cruz de madera de urunday (árbol corpulento que llega a los doce metros de altura, cuya madera es dura y muy resistente), que estaba emplazada a unos ciento cincuenta metros del poblado, porque la consideraban “el payé (vocablo guaraní que significa talismán) protector de los hombres blancos”. En tres oportunidades intentaron quemarla, pero la Cruz  permaneció incólume ante las llamas y el indio encargado de prenderle fuego cayó fulminado por un rayo o tal vez un disparo de arcabuz. Ante esa visión  las numerosas tribus, aprontadas con miles de guerreros,  para rechazar al extraño invasor, depusieron las armas, aceptaron su tutela, sus enseñanzas, su cultura; mezclaron su sangre con la española y formaron las nuevas generaciones que, conservando su idioma, su indoblegable amor a la libertad, aunaron esfuerzos  y avanzaron por los caminos del progreso venciendo todas las dificultades encontradas a su paso.

 Eso es lo extraordinario, lo maravilloso, el verdadero milagro, obrado por la providencia divina por intermedio de la Cruz.  

Cruz incombustible que conquistadores y conquistados conservaron como lazo de unión. Esa unión entre las razas, lleva el correntino en el alma como bandera al viento y va anunciando a su paso que: el valor, la nobleza, la hidalguía y su amor por la Cruz de los Milagros y la Virgen de Itatí, subsisten vigorosos, a través de los tiempos, como una reafirmación de su fe.

Vista del altar donde se conserva la Cruz de los Milagros




EL MISTERIO DE MI TIERRA

Corrientes tiene “payé”,
Lo dice su gente,
Su Virgen Morena,
Su Cruz de urunday.
Lo gritan las  aguas
Del gran Paraná,
Al besar sus costas
Bañadas de sol.
Lo susurra el viento
Que sopla del Norte,
Con aroma dulce
De ñangapiry.
Lo cantan los pájaros
Con miles de trinos
Llenos de misterios.
Todos aseguran
A una sola voz,
Que Corrientes tiene
Ese, ¡No sé qué!
Que atrae y encanta,
Que llaman “payé”.

Susana M. de Bagliani

Lapachos en flor que bordean las costas del caudaloso Paraná.


Vista del Puente General Belgrano,sobre el río Paraná que une las provincias argentinas de Corrientes y Chaco.

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